sábado, 30 de noviembre de 2013

Campo afuera


Funciones Julio-Agosto 2014 / Elefante Club de Teatro 
Guardia Vieja 4257
Viernes - 21:00 hs
Reservas: 4861-2136
Entrada: $ 80,00 / $ 50,00 -






Nota de la primera temporada








Sala Grumo http://www.salagrumo.org/notas.php?notaId=191





Por Lucia de Leone














































































































































































Casi como un puesto más del Mercado del Progreso, que se sitúa desde hace más de un siglo en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires frente a la estación “Primera Junta” del subte A, irrumpe Oeste Estudio Teatral, una pequeña sala-habitación que cuenta con pocos años de vida y está ubicada en el ala izquierda del primer piso de la feria. Allí, cada domingo en el temido horario de las 7 de la tarde, el público tiene la opción de ver  Todo lo demás no importa. Variaciones sobre textos de Sara Gallardo, una obra montada por la dramaturga, directora y regista argentina Andrea –“Andy”- Chacón Álvarez. Mientras caminan hacia la sala, desde una perspectiva panorámica y lateral a la vez, los espectadores pueden apreciar el sueño en el que, a esa hora, se sumergen los muchos puestos del edificio. Una imagen que en principio podría agudizar el  síndrome de domingo al atardecer, que empieza a sentirse cuando cae el sol y todo se aquieta, y que mezcla desazón y melancolía con la pereza ante el inminente comienzo de la semana.

 Sin embargo, luego de subir unas cuantas escaleras, llegar hasta el pequeño hall de entrada y enfilar hacia la sala, ese paisaje en calma nos devuelve una mejor atmósfera, la del silencio necesario para que el ruido del trajín cotidiano del mercado no interfiera con las piezas dramáticas que se representan en el piso de arriba. Porque ese mutismo provocado por el cese de las actividades por unas cuantas horas se convierte en la coartada ideal para que los tradicionales relatos surgidos en (y de) ese mercado den paso a las otras historias, las que Chacón Álvarez adapta del libro de cuentos El país del humo (1977) de la escritora y periodista argentina Sara Gallardo (1931-1988).

 El país del humo es el territorio literario que Gallardo concibió para situar las fábulas de sus disímiles, raros e inclasificables relatos: algunos, con audaces desvíos, abrevan en tradiciones arraigadas; otros cruzan tópicos tan atávicos como contemporáneos; otros reinventan géneros discursivos tan ancestrales y artesanales como modernos y sofisticados. Algunos son extensos y saturados; otros, como los haikus, condensan imágenes en breves líneas o recuerdan las estampas literarias; otros borran la historia o la subsumen al puro procedimiento; algunos también se acercan al poema en prosa. Parecería ser que el hilo conductor más visible de esos cuentos indómitos es el hecho de que se emplacen en –o refieran a– la América Hispana, aludida mediante diversos accidentes geográficos con referente real, en espacialidades fabulosas, en zonas urbanas, en espacios rurales, bárbaros (el desierto), indecisos (la frontera), y en temporalidades lejanas o próximas al presente de la publicación, pero siempre presentada por la autora como una versión espectral, salvaje y alucinada de ese continente.

 Así pues, es sobre la diversificación temática y formal, y la heterogeneidad de fábulas, de identidades ficcionales, y de ambientaciones que se sustenta la singularidad de El país del humo, el único volumen de cuentos dentro de la producción de Gallardo. Asimismo, la multiplicidad de oficios, voces, e inteligencias definen a Pasto Rebelde, el colectivo artístico surgido a propósito del proyecto de Chacón Álvarez, compuesto por iluminadores, actrices, cantantes, vestuaristas, escenógrafos, y diseñadores, que lleva su nombre en honor al cuento “Un césped”, en el que un pastizal crecido en medio de la urbanización se resiste de todas las formas posibles a ser cortado, a lucir prolijo, a no desentonar con el paisaje.

 Desde las últimas décadas, se verifica un sostenido fenómeno de rescate de la obra y la figura de Gallardo, cuya recepción pasó, en diferentes momentos de su trayectoria, por distintas instancias: de un gran reconocimiento (fue bestseller, traducida y reeditada en vida) a postergaciones e injustos olvidos. Una revalorización indiscutible luego de la publicación post mortem de la Narrativa breve completa (2004) y la difusión de su literatura por Leopoldo Brizuela, de la inclusión de su obra en antologías y colecciones de clásicos argentinos (las de Ricardo Piglia y Abelardo Castillo), de reediciones en nuevas editoriales (El elefante blanco, Planta editora, El cuenco del Plata), del renovado interés del público, la academia y la crítica actual, y también –creo- de la transposición de algunos textos literarios a otros formatos artísticos y culturales.

 Ahora bien, la literatura de Gallardo cuenta con otros antecedentes de transposición en los que podríamos insertar la propuesta de Chacón Álvarez. Casi treinta años después de la publicación de Pantalones azules (1963), María Herminia Avellaneda la adaptó para un especial  para ATC. Por su parte, Enero, su elogiadísima primera novela, fue transpuesta dos veces: la primera, por Paula Peyseré que dio como resultado una versión libre –y muy lírica– que hoy circula por la web; la segunda, resultado de la asociación entre el escritor Pedro Mairal y el dibujante Juan Sáenz Valiente, fue una de las entregas de la serie de Canal Encuentro “Impreso en la Argentina”, que combina eficazmente el proceso de producción de una historieta basada en un texto literario con el documental expositivo sobre un autor. Actualmente está el proyecto de llevar la experimental Eisejuaz – su cuarta novela- a la pantalla grande de la mano de Pablo Reyero y Adriana Lestido. Salvo por la adaptación a teatro de papel Kamishibai que hicieron Malena Rey y Julieta Fradkin del cuento “La gran noche de los trenes” (montada, entre otros sitios, en el homenaje realizado a la escritora en 2008 por el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la UBA), los demás relatos de El país del humo habían dejado ahí una zona vacante. Un vacío que, indudablemente, supo aprovechar con talento, trabajo y una gran sensibilidad Chacón Álvarez, quien mediante un uso heterodoxo y discrecional de los recursos disponibles del nuevo teatro, vuelve aún más contemporánea y legible a esta escritora, que fuera tan mal leída como meramente anacrónica, como “fuera de época”.

 Al hacer ingresar estos cuentos en una serie transposicional y póstuma, Chacón Álvarez les otorga nuevas condiciones de legibilidad y recepción. Estos cuentos, casi imposibles de sistematizar, se vuelven de difícil lectura acaso por convocar un sinfín de universos referenciales, tradiciones, procedimientos, temporalidades y personajes, que probablemente hacen al lector recabar información, releer, trazar conexiones, volver la página atrás. Esa misma dificultad se traslada –o, mejor, se potencia- cuando esos cuentos abandonan las páginas del libro, y buscan otra forma de expresión: la de decirse en voz alta, la de cantarse a dúo, la de transmitirse mediante objetos, juguetes, bailes e imágenes proyectadas, ante un espectador que no necesariamente conoce las historias que cuentan, encadenan y representan con frescura las actrices Noelia Antelo y Magalí Fugini.

 Pero, antes de todo, Andy y Sara tuvieron que encontrarse. Un encuentro que ocurrió de casualidad en una librería, cuando Andy se topó con la edición de la Narrativa breve completa (uno de los modos de acceso a Sara más impuesto en los últimos tiempos), y, leyéndola de pie e incómoda, quedó atrapada en El país del humo. Fue ahí que decidió trabajar con ese material que la había sorprendido e inspirado de inmediato. El proyecto original consistió en hacer en Casa Yatay (“un espacio clandestino” destinado a montar obras como en casa) un ciclo de monólogos, al aire libre y a la luz del día, que los invitados/ espectadores disfrutaban con la compañía de un té servido con scones. Sin iluminación, sin vestuario, sin escenografía, sin difusión. Había que volver a lo oral, a la recomendación boca a boca: sólo relatos, ¿qué importa el resto? Esa primera muestra les permitió ir probando varias versiones hasta consolidar las formas definitivas de las historias representadas. Esta característica de laboratorio de investigación que tiene desde sus orígenes la puesta de Chacón Álvarez la acerca también a la propuesta que trae el libro de cuentos, para el que Gallardo confiesa haber estudiado mucho, y en el que, habiendo abandonado ya la novela rural y apropiándose de la experiencia Eisejuaz, ensaya otros estilos, fragua nuevos tonos, prueba temas, lleva al límite las convenciones de los géneros discursivos más variados. La escritora –de la que tanto se dijo que se mantuvo al margen de las modas literarias- obtiene así ficciones singulares de muy compleja catalogación en anaqueles críticos. La dramaturga, por su parte, evita alinearse en alguna tendencia en particular, y explora distintas tradiciones, recoge algunas (como el teatro de objetos, o las instalaciones lumínicas de Boltanski), descarta otras (cambia la propia vida del biodrama por la vida de los otros); y, apuesta por una “teatralidad expandida” hacia otros dominios artístico-culturales: la ópera, la fotografía, el video arte, el found footage.

¿Pero qué de los cuentos atrajo específicamente a la directora para transponer al lenguaje teatral? Sin dudas, el arte del contar que éstos demandan. Son célebres las declaraciones de Gallardo, a propósito de El país del humo, sobre la necesidad literaria de sentarse a contar historias (como si se tratara quizá de una ronda o un fogón nocturno), de remontarse a formas orales del relato (los trascendidos, el chisme), de bucear entre las más diversas y ancestrales tradiciones (folk, leyendas, crónica histórica, epitafios, fábulas, el cuento de terror). Y esta necesidad coincide, no en vano, con su exploración primera y única del cuento. También son conocidas las escenas de escucha desde la cama que la niña asmática, por entonces llamada Sarita (el diminutivo que la diferenciaba de las tantas Saras de su familia), durante sus reiteradas convalecencias que le impidieron muchas tardes de juegos al aire en las siestas estivales, disfrutaba cuando su padre le contaba historias extraordinarias que irían marcando el universo referencial de la futura escritora.

Un anecdotario biográfico-literario que deja sus ecos muchos años después en los recuerdos infantiles de Andy, y también en el prólogo de la obra de la dramaturga – ya adulta- que, podría decirse, reconquista la tradicional estructura del relato enmarcado o del cuento dentro del cuento, identificable, por caso, en la cuentística medieval. En el relato marco, dos niñas (Andy y su prima) se escapan de la casa de la abuela a la hora de la siesta, dan vueltas por la quinta, cruzan el gallinero, trepan a los árboles bajo el sol tremendo de enero, comen ciruelas, se manchan los labios, se ensucian las manos, se intercambian historias oídas por ahí. Los relatos insertados, esos mismos que se cuentan las primas, esos mismos que interpretan las actrices en escena, son las variaciones de los cuentos de Gallardo. Y hago énfasis en la palabra “variaciones” porque para la transposición no sólo se utilizan, como antes dije, recursos provenientes de otros lenguajes para adaptar la materia estrictamente verbal a la interpretación teatral, musical, coreográfica, sino porque Chacón Álvarez completa esas historias con interrupciones en las que las actrices transitan nuevas sensaciones de a dos provocadas por esas historias de solitarios (se abrazan, bailan juntas, discuten, se corrigen, se acompañan, juegan como niñas), ponen a prueba sus modos de decir el texto (“te falta convicción” le dice una a otra; “Una señorrita tenía una cabeza de rrepuesto. Vivía en Comodorro Rrivadavia” enuncia una actriz remarcando la vibrante múltiple), con aggiornamientos que regalan sonrisas a los espectadores (suerte no es la de la profesora a cargo de un curso, suerte es “ganarse la lotería, el Quini 6, la raspadita”), y el armado de familias entre los personajes de distintos cuentos que los recolocan en nuevos sistemas ficcionales. Así, la soledad del hombre en la araucaria se pone en diálogo con la soledad que define al resto de los habitantes de ese extraño bestiario. Así, se introduce a un tal López, el dibujante de caballos a quien se le profesa puro enamoramiento, y así también los caballos innominados o referidos con atributos (el que canta, el que cura corazones, el que corre carreras en el aire, el que escolta al hombre en proezas) son rebautizados con nombres de fuerte carga simbólica como Washington, Lincoln o Napoleón.

 De la selección de cuentos que realiza la directora pueden reconocerse, por lo menos, dos ejes que articulan al texto con la dimensión espectacular: los cuerpos-mecanismo y la animalidad. Por un lado, el hombre- pájaro alado artificialmente -¿una suerte de organismo preCyborg?, ¿el rescate del antiguo sueño humano de volar?- y la mujer con cabeza de repuesto entran en sintonía con los objetos usados para acompasar el relato oral, como los relojes a cuerda, las cajitas musicales, el juego giratorio parecido al Twister de los parques de diversiones, los playmobiles; o para marcar los turnos conversacionales como los timbres, las bolitas que corren por el piso de mano a mano. Por el otro, los caballos –el animal preferido de Gallardo- arman una serie textual que además sobrepasa lo estrictamente guionado. Aparecen desde el principio, cuando el público, mientras espera, en un teatro del barrio de Caballito, puede beber un vaso de Caña Legui (¿cómo no recordar el célebre spot con la frase “¿para qué le habrán puesto caballos?”) y comer palitos de queso. Y las historias con caballos de Gallardo al tiempo que se cuentan según la variación pergeñada para la ocasión despliegan un imaginario mucho mayor que pone en conjunción una secuencia de malambo o música de charango, preparadas e interpretadas por Magalí Fugini, con objetos vinculados al mundo rural y juguetes de la colección personal de Noelia Antelo, como esos caballitos que trotan a cuerda por el escenario, pautando el silencio y el ritmo de los relatos.

Chacón Álvarez apuesta por una ambientación despojada e íntima: se trata de una pequeña habitación con un entrepiso unido a la planta baja por una escalera caracol. Las actrices suben y bajan, hacen rendir cada mutis para ingresar y acomodar la escasa escenografía, aportan de sus casas parte del decorado, aprovechan al máximo el tiempo escénico para prender y apagar luces y colaborar en las proyecciones de imágenes y juegos de sombras. El público se acomoda en bancos o sobre almohadones en el suelo en el espacio que queda entre el proscenio y la parte de atrás de la sala desde donde la directora observa y no descuida ningún detalle. En este sentido, la puesta final recupera el carácter artesanal y casero que proponía la primera muestra justamente montada en Casa Yatay, que se resignifica con el armado de origamis con forma de barco del programa-gacetilla que también realiza Noelia Antelo. Origamis que remiten al barquito de papel que navega por las aguas de un río en uno de los spots publicitarios de la obra, y que conducen a una zona inexplorada de la tierra del humo como la que abre el relato de la tintorera japonesa de “Vapor en el espejo”, y que Chacón Álvarez percibió en los comienzos de su investigación cuando pensó, aunque sin darle continuidad, en abordar algunos relatos desde la técnica japonesa del kamishibai.

 Y de esa primera muestra también se recupera la intemperie, pero se recobra de un modo singular o quizá rebelde (como los Pasto Rebelde): en un estricto fuera de escena. El aire libre sólo aparece en los escenarios naturales (un río, un espacio verde con sonidos de pájaros, una playa) de los tráileres cinematográficos y las fotos promocionales de la obra teatral (remarco el cruce de lenguajes antes referido). Podría decirse que el campo, un escenario recurrente en las ficciones de Gallardo y que ha vuelto a despertar actualmente nuevas propuestas en distintas expresiones artísticas (cine, teatro, literatura, artes visuales), queda en el fuera de campo (remarco la pulsión de esta obra por no entroncarse definitivamente en tendencias consolidadas).

 Cuando la dinámica semanal del Mercado del Progreso se toma un respiro y hace un alto, salen a desfilar los solitarios, los marginados, los antihéroes, los vencidos, los fantasmas, los animales del país del humo. La puesta en relato de estas historias que se cuentan de a dos, que se recrean en el vínculo con el otro y con los otros, es el mejor conjuro contra las múltiples soledades de las que Gallardo deja rastros en su libro de cuentos (la propia, la ajena, la más atávica de este indócil continente conquistado). Pues como afirma la consigna rectora de la obra “quien aprende a contar nunca está solo”. Recuperar el placer legendario del contar por contar, darse el gusto de hacerlo, contar con la posibilidad de recibirlo (de sanarse mediante el relato), y traducir a Sara Gallardo a un nuevo lenguaje son algunos de los méritos de esta obra. Como una apropiación laudatoria y empática de la frase desesperada que la madre del niño enfermo de “Fases de la luna” dice al padre Matías (“Cúremelo”) y que disparó el título de esta obra pese a quedar fuera de la selección (en otro fuera de campo), pareciera ser que ya, a esta altura, todo lo demás no importa.

Nota: Agradezco la generosidad y paciencia de Andrea Chacón Álvarez, que respondió cada una de mis preguntas en todo momento y en todas las formas, y tomó como suyas mis inquietudes. Mucha información fue extraída de una entrevista que le realicé a la directora, que además estimuló muchos de los análisis aquí presentados.